28/12/08

Humo blanco

Desde un cielo tormentoso
caen las primeras
gotas
y una hoguera se apaga blanca,
se muere humo.

La ausencia
es siempre blanca,

transparente es sólo la lluvia, y a veces,
apenas a veces,
también la muerte.


Hugo Mujica

14/10/08


"Puede decirse, por lo tanto, que lo que hace más comprensible el proyecto fundamental de la realidad humana es que el hombre es el ser que proyecta ser Dios. Cualesquiera que sean después los mitos y los ritos de la religión que se considere, Dios es, ante todo, sensible al corazón del hombre como lo que le anuncia y le define su proyecto último y fundamental. Y si el hombre posee una comprensión preontológica del ser de Dios, no son ni los grandes espectáculos de la naturaleza ni el poder de la sociedad quienes se le han conferido, sino que Dios, valor y objetivo supremo de la trascendencia, representa el límite permanente a partir del cual el hombre se hace anunciar lo que es. Ser hombre es tender a ser Dios; o, si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios."
Sartre, El Ser y la Nada.

Si en este pasaje se sustituye el ser Dios por ver a Dios, la coincidencia con la teología cristiana sería perfecta.

12/10/08




"Se intentó entonces barajar simulacros de religiones que tuviesen algo mejor que las otras. Los Francmasones, los Espiritistas, los Teósofos, los Ocultistas, los Cientifistas, creyeron haber encontrado el susutituto infalible de Cristianismo. Pero estas mezcolansas de mohosas supersticiones y de cabalística cariada; estos guisados de insípido racionalismo y de ciencia fracasada, de simbolismo simiesco y de humanitarismo avinagrado; estos zurcidos masl hechos de Budismo de exportación y de Cristianismo traicionado, contentaron a unos miles de mujeres ociosas, de asnos de dos pies, de condensadores del vacío, y pare usted de contar."

Giovanni Papini, Historia de Cristo, 1941

9/10/08

Por momentos, todos los momentos, tengo la certeza de haber pagado un precio muy caro por mi inteligencia. Además me estafaron.

9/8/08


...Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph... ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?... Por lo demás el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito... Lo que vieron mis ojos fue simultaneo: lo que transmitiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré...

8/8/08

Toda la gente que visitaba el lugar se arremolinó alrededor de Borges, y de pronto apareció caminando junto a Cutini un espléndido animal. Yo creí que guiaría la mano de Borges para que acariciara la cabeza del tigre. Cutini le explicaba a Rosie que el maestro tendría el honor de acariciarla y que ella sería, a su vez, honrada por Borges, que estaba ansioso por conocerla.
Luego de estas explicaciones le dijo: "Saluda al maestro, Rosie". Ella, acercándose, puso las dos patas sobre los hombros de Borges, que le acariciaba el flanco mientras ella le lamía la cabeza como si fuera uno de sus cachorros. La gente contenía la respiración, había un silencio que se sentía como una presencia física. De pronto se oyó la voz de Borges que decía: "María, ¿cree que puede arañarme? ¡Qué peso tiene! ¡Y qué olor...!
Me compré en estos días la nueva edición de ATLAS. Un libro fotográfico donde Borges comenta literariamente cada foto. La edición es buena. No demasiado barato. Más de cien páginas. Papel ilustración. Pero surge un problema que transforma todo el libro en una chuchería: hojas pegadas, no cosidas. Con lo cual hay que tener cuidado al abrir demasiado el libro, puede transformarse en un block. Es un asalto a mano limpia el precio pensando que las hojas no son cosidas. En definitiva, un ejemplar que podría ser perfecto, se transfomar en un adorno de biblioteca.
En el proóximo post verán unas palabras de Kodama comentando una foto de Borges con un tigre.

6/8/08

Comienzo a darme cuenta que se me ha dado a comprender un número ínfimo de cosas.
Y ya que el porvenir de la ignorancia es tan amplio, no dudo en agregarle una nueva duda: ¿porqué cada tanto necesito escribir una estupidez acá?

23/7/08



"Yo tomo pastillas, todo lo que sale de mi boca ha de ponerse en duda"

7/7/08

"Respecto de todas la ciencias, artes, habilidades y oficios vale la convicción de que para poseerlos se necesita un reiterado esfuerzo de aprendizaje y de ejercicio; y que, si bien todos tienen ojos y dedos, y se les proporcionan cuero e instrumentos, no por ello están en condiciones de hacer zapatos. en lo referente a la filosofía, en cambio, parece ahora dominar el prejuicio de que cualquiera sabe inmediatamente filosofar y apreciar filosofía porque para ello posse la medida de su razón natural, como si cada uno no poseyera también en su pie la medida de su zapato."

Hegel

1/7/08

"El mejor libro de Borges son sus obras completas."

27/6/08

Un diálogo fantástico

X: ¿Sabés en qué momento justifico la vida, el tiempo y el universo? En el amor.

Z: Yo no sé, querida X, cuáles son las llaves enigmáticas para descifrar el mundo. Nada me lo justifica. Fue para vos el amor. Ojalá para mí lo sea. De hecho no sé si es verdadero o ficticio este diálogo. No sé qué secreta charla tienen ahora, otros, en otros mundos imaginarios o reales. No logro encontrar la secreta clave, tampoco encuentro el secreto mundo.

X: La próxima, lo sabré, me llamaré al silencio antes de decirte algo.

Z: Adiós.

X: Chau.

Y los dos desaparecieron.
Borges y su hermana Norah

25/6/08

"En El Cairo uno entra en una tienda y le ofrecen, inmediatamente, café, té, vino, frutas... Luego le dicen: "¡Bienvenido a Egipto!". Después, cuando pregunta el precio, con toda cortesía le advierten: "¡No señor! ¡Es un regalo!". Pero se sobreentiende que esto es una convención y que no es un regalo que se deba aceptar. En seguida viene el regateo, que puede durar media hora o tres cuarto de hora. Uno ofrece cinco y ellos piden veinticinco y todo eso para que, finalmente, el precio quede en diez. Y es una maravilla porque si uno no compra nada igual son muy corteses. [...] Ellos no han descubierto el mate, pero igual han encontrado una manera, casi más simpática, de perder el tiempo."

Borges hablando después de pasar una semana en Egipto
Hay una intuición.
Un silencio que denota que algo va a pasar.
Lo noto. Viene, viene.
Es como entrar de golpe en un abismo.
Todo se vuelve alma.
Soy el vaso, el agua y la incertidumbre.
Algo en mí comienza a sentirse extraño.
A punto de explotar, gritar.
El corazón sale, se va volando.
La nada, la nada, la nada. Náusea.
Absurdo. Vómito. Asco.
Hastío.
Un ataque, un relámpago. Crisis.
Ficción. Irrealidad. Fantasía.
Todo es, y no, poesía.

22/6/08

Me suele pasar que yendo en el colectivo, sin pensar en nada o, a la vez, pensando en todo, de golpe y sin previo aviso algo hace click y por unos minutos, o segundos (quién sabe bien lo que es el tiempo) todo cae. El suelo se transforma en arena y se tiene sensación de vacío, náusea, nada. Bien lo dice Camus cuando comenta sobre el singular estado del alma cuando el vacío se hace elocuente y la cadena de los gestos cotidianos se rompe, algo perpendicular avanza rompiéndolo todo. Este es el primer signo de la absurdidad. Es darte cuenta, aunque sea unos segundos en un día ajetreado, que todo, todo, es náusea, vacío, nada.

17/6/08

Martín Heidegger, con lúcida angustia, planta la muerte ante el hombre; sólo el hombre muere, porque sólo a él, mientras vive, lo acompaña, como sombra de su alma, el conocimiento de su fin.

Ser de tiempo, lo hieren todas las horas que pasan, la última lo mata.

Sartre, por su lado, replica la muerte, en vez de dar sentido a la vida, la remueve y anula. Toda esperanza tropieza y anula todo proyecto ante el absurdo del no ser definitivo.

Al final, entre dos nadas eternas, la vida tiende a ser un tiempo ínfimo cada vez más pequeño.

16/6/08

Hace varios años unos videntes profetizaron la muerte en poco tiempo de Borges. Él contestó que no se equivocaron, ya que todos morimos. Y con respecto al tiempo, bueno, el tiempo es relativo, quién sabe cuánto es poco y cuánto es mucho.

Toda mi vida a girado en torno a la pregunta por el sentido de la existencia. Acaso el sentimiento trágico me había invadido. Vivía sabiendo que moriría. Esta certeza es la única en medio de tantas incertidumbres. Esta certeza me ha cambiado para siempre. Temo no encontrar sentido perdiendo el tiempo buscándolo. Acaso para eso he sido arrojado como una saeta a este mundo. Sólo Dios (lo habrá) lo sabe.


"Existe un solo problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida merece o no merece ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía. Lo demás, por ejemplo, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, son cuestiones secundarias. Son un juego. Antes hay que responder... Yo nunca he visto morir a un hombre por defender el argumento ontológico. Galileo, a pesar de que había descubierto una verdad importante, abjuró de ella muy fácilmente apenas vio en peligro su vida. En cierto sentido hizo bien. La verdad es que esta verdad no merecía que aceptase la hoguera. Es completamente indiferente cuál de estos dos, la tierra o el sol, es el que gira alrededor del otro. Se trata de una cuestión realmente fútil. Pero veo por el contrario que muchas personas mueren porque juzgan que la vida no es ya digna de ser vivida. Y paradójicamente veo a otros que se hacen matar por ciertas ideas —o ilusiones— que constituyen su razón de vivir (lo que se llama una razón para vivir constituye al mismo tiempo una óptima razón para morir). Por tanto pienso que el sentido de la vida es la cuestión más urgente."

Albert Camus

1/6/08


"El hombre, dicen, es un animal racional. No sé porqué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado."
Miguel de Unamuno
Del sentimiento trágico de la vida

29/5/08

"...y si volvemos al principio y pensamos lo que no se pensó cuando se pensó determinada cosa?"
Hugo Mujica basándose en Heidegger y Nietzsche.

26/5/08

Hoy me absorbió una pregunta durante todo el día. La relación entre un fragmento del cuento La forma de la espada de Borges y la cuestión de la elección universal en Sartre. Tal vez alguno de los dos fue influenciado por el otro y no me enteré. Es posible que el concepto sea viejo y ellos han bebido de la misma fuente.

Borges terminando el cuento comenta:

"...lo que hace un hombre es como que lo hicieran todos los hombres, por eso el miedo de uno es como si fuera el miedo de todos; por eso no es injusto que la tentación de una pareja en un jardín condicione el genero humano; por eso la crucifixión de un solo judío nos salva a todos."

Sartre encuentra la plena significación de la concepto de hombre universal en la libertad individual:

"Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguna de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos ser."
"... nosotros estamos en la vida por un acto de gratuidad, o sea, yo nací sin haber estado para elegir nacer y yo voy a morir sin estar del lado de la muerte para llamarme a morir..."

Hugo Mujica

24/5/08


EL último libro que me compré de Heidegger es "¿Qué es metafísica?" Confirmo a cada momento las ganas de este muchacho de jugar con las palabras. Bien conocidas son las palabras intraducibles. No porque no exista traducción (aunque a veces verdaderamente no exista), sino más bien porque los idiomas tienen significados, a menudo, diferentes. El Dasein alemán no es existencia castellana. Ni tampoco encuentra la plena significación en el vocablo "ser-ahi", "ser-en-el-mundo". De igual manera la palabra óntico, ya que solamente encuentra significado en las obras de Martin. Cuando dijeron que Heidegger es más creador pero Sartre más literato, no se equivocaron. Animarse al acceso de Sein und Zeit (Ser y tiempo), es adentrarse a una espesura incalculable. Un libro apretádisimo. También es apretado "El ser y la nada", pero el acceso del lector extraño a Sartre es menos dolorosa.
El otro día le presté a una amiga las conferencias sobre el pensar de Heidegger, "¿Qué significa pensar?". Días después me lo devolvió declarando que se quedó pensando la diferencia entre lo grave y lo gravísimo. Una de dos, o cambio de amigas, o cambio de lectura.
No prestar a Heidegger es una opción valedera.

22/5/08

no es otra cosa el vivir
que entrar en la espesura
meterte en el silencio
del misterio
del hombre, del ser

el misterio y lo místico
del fin
como si tuviera fin, lo eterno

17/5/08


Decía Rahner ("el cristiano y la palabra poética") que en la poesía se hace presencia lo que está ausente. Lo inefable se presencia callado en lo fable.
Lo que era ausencia se hace aquí y ahora. En lo poético el presente se plenifica en la palabra. La palabra rompe la noche.
Todo se hace profundo. Es todo alma.

Freud llamaba ( El malestar en la cultura) sentimiento oceánico a ese sentir de la persona que te abarca y parece que se está en contacto con el todo. Sentirse infinito en un mundo que te lleva a la finitud. No solo porque uno muere y esa conciencia de muerte te succiona todo sentido, sino también porque todo muere. No solo la vida. Mi cigarrillo, mi bebida y mi amor también mueren. Ante ese sentimiento de océano y eternidad al saberse limitado en tiempo y espacio el hombre se pregunta. El hombre escribe porque existe un sentimiento trágico (Unamuno), un sentimiento de muerte. El hombre es una roca en otra roca entre millones de rocas, pero esa pequeña roca se pregunta y se hace cargo de la pregunta. El hombre es un ser metafísico. Tiene peso ontológico propio (Hegel). Pero esa pregunta te abarca todo el ser, te cuestiona el existir. La pregunta pareciera ser a priori, nacemos con la pregunta. Somos pregunta. Víspera de algo. Incompleto.

Justamente ahí, en esa quebradura que parte al medio el sentido, nace la poesía. No entiendo: poetizo, escribo, me enamoro, pinto. También: mato, me suicido. Enloquezco.


El poeta está desnudo ante lo Innombrable, lo infinito. En la noche del poeta todo se vuelve alma.
Todo es carne viva. Rostro. Desnudez.
Y es, por último, nada.

Conocí al Padre Francisco (Prior de la Abadía del Niño Dios, Victoria, Entre Ríos, Argentina) cuando hacía una experiencia en el monasterio. Gracias a Dios, tiempo después, me di cuenta que no era para mí la vida monástica. El calor y el trabajo no me son compatibles ni un poquito. En esa experiencia descubrí algunas de sus poesías. Ahora que fui como docente con mis alumnos a realizar un retiro, compré en la librería Tú, en el arco iris. Aproximación a la poesía mística. Editado este año. No haré un estudio, ni ensayo, ni análisis. De eso se encargan de modo breve la Licenciada Ana María Zanello y el Padre Eduardo Ghiotto, osb. Hay que leerlo. Ilumina el camino como toda buena poesía. Como el canto gregoriano y el viento suave, la poesía de Francisco cala en lo hondo. Pero despacio y tranquilo. Sosegado. Calmado. El salto se da en la calma (San Juan de la Cruz).


Enlaces para profundizar en su vida:

Colectividades Argentinas

Inmigración y Literatura


7/5/08

Es verdad que en las aulas existe la negociación. Muy estudiado está el tema y hoy lo confirmé con mis alumnos.
Entro a tercer año y me encaran antes de saludar: Profe... por favor, le tenemos que pedir un favor. A ver, diganme, contesté. Lo escuchamos muy calladitos los primeros cuarenta minutos si en los segundos cuarenta nos deja estudiar literatura. Antes de que acepte (ya había aceptado, me quedaban cuarenta minutos para quedarme en el banco leyendo en silencio mientras ellos leían) les pregunté qué tenían que estudiar. Cortázar profe. ¿Se copa? Hagamos algo, les digo. Las dos horas repasan literatura conmigo aunque no sea mi materia. Así es como estuvimos las dos horas repasando a Cortázar y esbozamos algunas interpretaciones de sus textos. Después me aplaudieron porque no se imaginaban que sabía tanto de tantas cosas. Pensé para mis adentros: cuánta manipulación se puede hacer con los pibes, cualquiera les habla con un poquito de autoridad y se creen que uno sabe mucho sobre eso.
Más tarde en la sala de profesores me habló la profesora de literatura: Fernando, antes que nada muchas gracias. Los pibes se quedaron fascinados con vos, no podían creer como dejaste todo lo tuyo y los ayudaste con esto que era tan difícil para ellos. Uno de ellos me llamó aparte y me dijo que eras un genio. Mercedes querida, le digo, les pagué para que hablen bien de mí a cada uno que entra. Es nuestro secreto.

Siempre son buenas las caricias.

4/5/08

Dijo una vez Oscar Wilde que todo amor pretende imitar un amor anterior que fue mayor. No es del todo incierto. También es verdad que en los albores de la angustia toda frase parece verdadera. No hacen falta dogmas, todo se cree. Quién sabe si, como decía alguien, toda vida es esperanza de encontrar a la persona amada en otra vida. Surgen inconvenientes cuando la otra persona ama a una tercera, es decir, el cielo es también el infierno.
Despedirse es un poco que la otra persona muera. A veces se transforma en homicidio, es decir, yo quiero despedirme del otro. Es Borges quien lo explica mejor, como es su costumbre Borges todo lo explica mejor. Es, el que sigue, un texto de El Hacedor (1960).



DELIA ELENA SAN MARCO

Nos despedimos en una de las esquinas del Once. Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano.
Un río de vehículos y de gente corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera; cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.
Ya no nos vimos y un año después usted había muerto. Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación.
Anoche no salí después de comer y releí, para comprender estas cosas, la última enseñanza que Platón pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando muere la carne.
Y ahora no sé si la verdad está en la aciaga interpretación ulterior o en la despedida inocente.
Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.
Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.
Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia.

30/4/08


En la página ochenta y ocho de las Obras Completas (la editorial sigue siendo un misterio) Borges nos cuenta: “... y en el Fedro –Platón[1]-, narró una fábula egipcia contra la escritura ( cuyo hábito hace que la gente descuide del ejercicio de la memoria y dependa de los símbolos), y dijo que los libros son como las figuras pintada, <que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que se les hacen>. Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: <Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda>. Y en el mismo tratado: < Escribir en un libro todas las cosas es dejar la espada en manos de un niño>. Ya decía El propio Jorge Luis, que se publica para no seguir corrigiendo.

Al principio de la elocución Borges no nos deja sin cultura al decir en palabras de Mallarmé que el mundo existe para llegar a un libro. Es decir que podemos justificar, junto al poeta, el fenómeno estético de los males. Pensemos: ¡no existiría Crimen y Castigo si el mal no existiera. Dostoievski ya justifica el asesinato, al menos, como hecho estético.

El libro no es otra cosa que el modo de no pasar al acto. Escribo para no asesinar o para no suicidarme, casi lo mismo: suicidarse es matar a todos. El mismo Goethe, se enfureció sobremanera cuando se enteró que muchos de los lectores de Memorias del joven Werther se suicidaron junto al protagonista. Confesó que él mismo no se suicidó porque lo escribió. Es decir, el que se suicida al terminar de leer la novela no entiende no sólo el hecho estético, que en sí no es bueno ni malo, sino tampoco los artilugios de la literatura. Los dioses han querido que existan los males, no tanto por malhumorados (quién no ha de malhumorarse al saberse inmortal en este mundo que nos lleva a la muerte) sino más bien para que se traduzcan, VG. en Guerra y Paz.

Después de este comienzo, que más que una introducción es un telegrama, comenzamos:

No es del todo desacertado pensar que los destinatarios de los libros siguen siendo los mismos. El objetivo de alguien que quiere ser lector es, al menos, comprarse un libro digno. Y digo digno no tanto por su contenido más bien que por su continente. Por ejemplo, no podemos concebir un libro con hojas pegadas. La cola se seca al poco tiempo y abrir un libro no es ya abrir un libro sino abrir un block de hojas. La hojas salen desnudas por el aire y van volando por los vientos nocturnos (si uno lee de noche, si esto no es así, cambien vientos nocturnos por vientos diurnos). Cada vuelta de página es, en realidad, una pérdida de página. Cada lectura un block perdido. Pero sabemos muy bien que estas ediciones son más baratas de fabricar, aquí no se cuestiona eso. Lo que se cuestiona es que me están cobrando un libro con hojas pegadas, por lo cual también sin pliegue[2], como una edición de lujo. Y no se habla de libros extranjeros, donde estaría más justificado el asunto, se habla de libros de imprenta argentina. ¿No será, acaso, que los editores juegan con el target, es decir, con que los destinatarios de los libros son gente con un nivel económico pudiente?

Amigos, los lectores siguen siendo los mismos. Destinados a la clase pudiente, los libros continúan estando, aunque en menor medida, preservados para un grupo elitista. La feria del libro sigue siendo el monasterio y siguen entrando los mismos monjes. Se me dirá que esto pasa en América Latina, no en Europa. No digo que no. Se me dirá también que hay ediciones baratas de los clásicos. Pero estamos en la misma. Si son clásicos querré consultarlos gran parte de mi vida y para ello necesito una calidad digna, al menos con hojas cosidas.

Queremos que salga la ley de obesidad (recemos, necesito estar flaco) y aumentar la calidad del servicio de trenes. También queremos que los cigarrillos estén más baratos y que los taxistas griten menos. Que los colectiveros nos paren cerca y no nos lleven a las andadas. Pero gritemos de una vez por todas que no queremos que desde la editoriales se abusen con los precios. Que preferimos menos lujo en las grandes librerías y más lujo en los libros. Que queremos gente que piense, que lea, que estudie y menos cartoneros. Y digamos, y esto es importante, que la fotocopia del libro es ilegal y deja sin trabajo al editor, al corrector, al impresor, al autor, al seleccionador, al vendedor de las cadenas, a la cajera y a los dueños de las cadenas y a los dueños de los puestitos del Parque Rivadavia y, para colmo, se terminan perdiendo en los cajones o terminan como combustible en el asado del domingo. Tengamos más bibliotecas y menos celulares. Pensemos que desde que el hombre es hombre quiso comunicarse (homo loquens, dirá Heidegger) por escrito (arte rupestre), pero vivió muchos años sin celulares. Y lo digo yo, que amo los celulares con camarita y mp3.

Por último: leamos, leamos, leamos. El Ser complejo goza más. Una ameba simplemente se parte en dos. El que razona se pregunta y el que se pregunta goza, aún cuando no encuentra respuesta.




[1] Nota del autor.

[2] Las hojas cuando son cosidas son pliegues de varias hojas. Si una hoja se quiere sacar, se deberán sacar todas o casi todas.

27/4/08


El Colegio Máximo de San José es el antiguo seminario de los jesuitas. Hoy se encuentran allí las facultades de Filosofía y Teología dependientes de la Universidad del Salvador. En el lugar viven actualmente una comunidad de jesuitas que se dedican casi exclusivamente a lo académico. Allí cursé parte de mis estudios, cuando era religioso.
El padre Osvaldo Pol S.J., que antes que cualquier título es un excelente poeta, nos impartió a un grupo de jubilosos seminaristas y religiosos un "curso intensivo" sobre los místicos del siglo de oro español: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila. Llegaba un momento, después de horas de escucharlo, que solo unos pocos manteníamos la vista en alto. Los demás, muertos de sueño e insensibilidad poética, miraban para abajo escrutando el porvenir de sus zapatos negros, de sus hábitos o, quién sabe, mandando mensajes de texto. En general éramos siempre los mismos los que prestábamos atención: dos jesuitas estudiantes, un laico y yo.
Nos tocó el turno de analizar Llama de amor viva. En el momento de leer el último verso de la primera estrofa, a saber:


  ¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres,
¡rompe la tela de este dulce encuentro!


pregunté: "ya que los poemas de espiritualidad carmelitana tienen sus raíces en el Cantar de los Cantares, un texto por demás erótico, en donde la persona siempre se nombra en femenino, más allá de su sexo y se mantiene una total pasividad, pues el Amado o el Esposo es Dios, es posible que Juan de la Cruz, al declarar "rompe la tela..." haya remitido, aún en su inconsciencia, a romper la virginidad de la mujer. Dejar se ser virgen como deja de ser virgen una niña, aún metafóricamente? o, acaso, lo remito yo porque no dejo de pensar en el sexo?"


26/4/08


A través de una mujer conocí a Antonin Artaud. Leí más su prosa y su poesía que su teatro del absurdo. Llegué a conectarme con él de una manera profunda. Hemos compartido dolores, él desde el cielo de los locos, que también será mi cielo. Y yo desde aquí, que no es menos duro que Rodez. Transcribo Carta a mi psiquiatra, de Artaud.


Doctor,

Hay un punto sobre el cual habría querido insistir: es el de la importancia de la cosa sobre la cual actúan sus inyecciones; esta especie de relajamiento esencial de mi ser, esta reducción de mi estiaje mental, que no significa como podría creerse una disminución cualquiera de mi moralidad (de mi alma moral) o siquiera de mi inteligencia, sino más bien de mi intelectualidad utilizable, de mis posibilidades pensantes, y que tiene que ver más con el sentimiento que tengo yo mismo de mi yo, que con lo que muestro de él a los demás.

Esta cristalización sorda y multiforme del pensamiento, que escoge en un momento dado su forma. Hay una cristalización inmediata y directa del yo en el centro de todas la formas posibles, de todos los modos del pensamiento.

Y ahora, señor Doctor, que ya está usted bien al tanto de lo que en mí puede ser alcanzado (y curado por las drogas), del punto de litigio de mi vida, espero que sabrá darme la cantidad de líquidos sutiles, de agentes especiosos, de morfina mental, capaces de elevar mi abatimiento, de equilibrar lo que cae, de reunir lo que está separado, de recomponer lo que está destruido.

Mi pensamiento lo saluda.

18/4/08



Tengo en un cd unos cuantos poemas de Borges recitados por él. Bien conocido es el álbum y muy de mi interés. Busqué en los laberintos youtubeanos y encontré unos videos editados por muchachos que le han puesto música de fondo a su voz. No encontré quien, cansado de la música- había que decirlo de una vez por todas- no le agregue ningún artilugio musical a la voz desnuda del poeta. Di a torcer el brazo ( y mi brazo es grande) y ubico aquí la voz de Borges recitando el poema "El golem" con un piano de fondo no del todo de mi agrado. Contiene, también, unas imágenes. Según el autor - editor del video:

El poema EL GOLEM, de Jorge Luis Borges, leido por él mismo en una grabación de 1967. Las imágenes pertenecen al filme 'Der Golem: Wie er in Die Welt Kam' (1920), de Paul Wegener y Carl Boese. La música es del húngaro György Ligeti.

Borges explica: "El Golem es al rabino que lo creó lo que el hombre es a Dios, y es también lo que el poema es al poeta."

EL GOLEM

Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Y, hecho de consonantes y vocales,
Habrá un terrible Nombre, que la esencia
Cifre de Dios y que la Omnipotencia
Guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
En el Jardín. La herrumbre del pecado
(Dicen los cabalistas) lo ha borrado
Y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
No tienen fin. Sabemos que hubo un día
En que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
En las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
Sombra insinúan en la vaga historia,
Aún está verde y viva la memoria
De Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
Y al fin pronunció el Nombre que es la Clave.

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
Sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
De las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
Párpados y vio formas y colores
Que no entendió, perdidos en rumores
Y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
Aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
A la vasta criatura apodó Golem;
Estas verdades las refiere Scholem
En un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga."
Y logró, al cabo de años, que el perverso
Barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
O en la articulación del Sacro Nombre;
A pesar de tan alta hechicería,
No aprendió a hablar el aprendiz de hombre,

Sus ojos, menos de hombre que de perro
Y harto menos de perro que de cosa,
Seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
Ya que a su paso el gato del rabino
Se escondía. (Ese gato no está en Scholem
Pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
Las devociones de su Dios copiaba
O, estúpido y sonriente, se ahuecaba
En cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
Y con algún horror. ¿Cómo (se dijo)
Pude engendrar este penoso hijo
Y la inacción dejé, que es la cordura?

¿Por qué di en agregar a la infinita
Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
Madeja que en lo eterno se devana,
Di otra causa, otro efecto y otra cuita?

En la hora de angustia y de luz vaga,
En su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
En la contra tapa de de "Extracción de la piedra de locura. Otros poemas." de Ediciones Corregidor Dice A. P. de Mandiargues (escritor francés):

"Releo con frecuencia tus poemas y les doy a leer a los otros y les tengo amor. Son lindos animales, un poco crueles, un poco neurasténicos y tiernos; son lindísimos animales; hay que alimentarlos y mimarlos; son preciosas fierecillas cubiertas de piel, quizá una especie de chinchillas: hay que darle sangre de lujo y caricias. Tengo amor a tus poemas; querría que hicieras muchos y que tus poemas difundieran por todas partes el amor y el terror."


Alejandra terminó su vida de la misma manera que la vivió: se suicidó. Murió en la poesía. En la cumbre. En el terror. Vivir aterra tanto a los lúcidos como a los místicos. La muerte no es tanto un término como una salida, un escape. No me mato yo, mato al mundo que me aterra. Vivimos entre dos situaciones negativas, del no-ser al no-ser. De la nada a la nada. Y hay quienes se creen felices. Cuánto coraje!

Aquí mi homenaje. Mis anotaciones en sus poemas.




14/2/08

Otras Inquisiciones

Otras inquisiciones es el libro que mejor revela las preferencias de Jorge Luis Borges. Las relecturas de Pascal, Coleridge, Quevedo, Hawthorne, Wilde, Kafka, y de muchos otros escritores, manifiestan su pasión de lector y sorprenden por su original percepción de la realidad. Penetrador de laberintos, Borges incursiona en diversos episodios de la historia de la civilización, en las filosofías y las literaturas. Con espíritu crítico analiza las múltiples paradojas del universo, la irrealidad del yo, la inconsistencia del tiempo, la naturaleza de los sueños. El éxito que este volumen de ensayos ha tenido y tiene en el extranjero lo señala como la expresión más acabada del pensamiento borgeano. (Ed. Emecé)
La muralla y los libros
La esfera de Pascal
La flor de Coleridge
El sueño de Coleridge
El tiempo y J. W. Dunne
La Creación y P. H. Gosse
Las alarmas del doctor Américo Castro
Nuestro pobre individualismo
Quevedo
Magias parciales del Quijote
Nathaniel Hawthorne
Valéry como símbolo
El enigma de Edward Fitzgerald
Sobre Oscar Wilde
Sobre Chesterton
El primer Wells
El "Biathanatos"
Pascal

El idioma analítico de John Wilkins
Kafka y sus precursores
Del culto de los libros
El ruiseñor de Keats
El espejo de los enigmas
Dos libros
Anotación al 23 de agosto de 1944
Sobre el "Vathek" de William Beckford
Sobre "The Purple Land"
De alguien a nadie
Formas de una leyenda
De las alegorías a las novelas
Nota sobre (hacia) Bernard Shaw
Historia de los ecos de un nombre
El pudor de la historia
Nueva refutación del tiempo
Sobre los clásicos
Epílogo




DE ALGUIEN A NADIE


En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio hizo los Dioses el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool ofthe day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee Arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: «propiedad es de la lengua hebrea -dice Fray Luis de León- doblar ansí unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos». En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de El, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: «Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido». Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandes, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena o sea Irlandés. Este formula una doctrina de índole pan teísta: las cosas particulares son teof anías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, «pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia». No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex mhilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nada; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios.
El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on ibis side Idolatry; Dryden lo declara el Hornero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. «La persona Shakespeare -escribe- fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.» Hazlitt corrobora o confirma: «Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. Intimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser.» Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almacigo de formas posibles.1
Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no seres más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: «Desde ahora no tengo reino o mi reino es limitado, desde ahora no me pertence mi cuerpo o me pertenece toda la tierra.» Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página.

1. En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.


Buenos Aires, 1950.

12/2/08

Prólogo de Mario Vargas Llosa a los cuentos completos de Julio Cortázar

Perdón si existen alguna que otra falta de ortografía. Mi haraganería me dijo que no copie el texto a mano, sino que use el reconocimiento óptico de carácteres. Interesante es cuando habla de las revistas pornográficas. Una faceta no conocida de un Julio extraño.

La trompeta de Deyá

A Aurora Bernárdez


Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un artículo, cuando sonó el teléfono. Hice algo que ya entonces no hacía nunca: levantar el auricular. «Julio Cortázar ha muerto —ordenó la voz del periodista—. Dícteme su comentario».
Pensé en un verso de Vallejo —«Español de puro bestia»— y, balbuceando, le obedecí. Pero aquel domingo, en vez de escribir el artículo, me quedé hojeando y releyendo algunos de sus cuentos y páginas de sus novelas que mi memoria conservaba muy vivos. Hacía tiempo que no sabía nada de él. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agonía. Pero me alegró saber que Aurora había estado a su lado en esos últimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio, sin las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios, que tanto se habían aprovechado de él en los últimos años.
Los había conocido a ambos un cuarto de siglo atrás, en casa de un amigo común, en París, y desde entonces, hasta la última vez que los vi juntos, en 1967, en Grecia —donde oficiábamos los tres de traductores, en una conferencia internacional sobre algodón— nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba ver y oír conversar a Aurora y Julio, en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan, en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual».
Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura —que daba la impresión de ser excluyente y total— y su generosidad para con todo el mundo, y, sobre todo, los aprendices como yo.
Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar... Luce los cabellos grises, pero, en lo demás es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño. Baja y sube las peñas mallorquínas de Deyá con una agilidad que a mí me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. También ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser un Do-rian Gray.
Aquella noche de fines de 1958 me sentaron junto a un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar. Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreóla, en México. Yo estaba por sacar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Sólo al despedirnos me enteré —pasmado— que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y de Victoria Ocampo, Sur, el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había devorado en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico. Parecía mi contemporáneo y, en realidad, era veintidós años mayor que yo.
Durante los años sesenta, y, en especial, los siete que viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y, también, algo así como mi modelo y mi mentor. A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz. Creo que por mucho tiempo me acostumbré a escribir presuponiendo su vigilancia, sus ojos alentadores o críticos encima de mi hombro. Yo admiraba su vida, sus ritos, sus manías y sus costumbres tanto como la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana, doméstica y risueña, que en sus cuentos y novelas adoptaban los temas fantásticos. Cada vez que él y Aurora llamaban para invitarme a cenar —al pequeño apartamento vecino a la rué de Sévres, primero, y luego a la casita en espiral de la rué du General Bouret— era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes. Conocía un París secreto y mágico, que no figuraba en guía alguna, y de cada encuentro con él yo salía cargado de tesoros: películas que ver, exposiciones que visitar, rincones por los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de brujas en la Mutualité que a mí me aburrió sobremanera pero que él evocaría después, maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.
Con ese Julio Cortázar era posible ser amigo pero imposible intimar. La distancia que él sabía imponer, gracias a un sistema de cortesías y de reglas a las que había que someterse para conservar su amistad, era uno de los encantos del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una dimensión secreta que parecía ser la fuente de ese fondo inquietante, irracional y violento, que transparecía a veces en sus textos, aun los más mataperros y risueños. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte al que probablemente sólo Aurora tenía acceso, y para el que nada, fuera de la literatura, parecía importar, acaso existir.
Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». En Julio la literatura parecía disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan dúctil y provechoso. Pero diciéndolo de este modo tan serio altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida —las palabras, las ideas— con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente nunca se propuso. No es casual —o, más bien sí lo es, pero en ese sentido de orden de lo casual que él describió en 621 Modelo para armar— que la más ambiciosa de sus novelas llevara como título Rajuela, un juego de niños.
Como la novela, como el teatro, el juego es una forma de ficción, un orden artificial impuesto sobre el mundo, una representación de algo ilusorio, que reemplaza a la vida. Sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella sustitución, una vida aparte, de reglas estrictas, creadas por él. Distracción, divertimento, fabulación, el juego es también un recurso mágico para conjurar el miedo atávico del ser humano a la anarquía secreta del mundo, al enigma de su origen, condición y destino. Johan Huizinga, en su célebre Homo Ludens, sostuvo que el juego es la columna vertebral de la civilización y que la sociedad evolucionó hasta la modernidad lúdicamente, construyendo sus instituciones, sistemas, prácticas y credos, a partir de esas formas elementales de la ceremonia y el rito que son los juegos infantiles.
En el mundo de Cortázar el juego recobra esa virtualidad perdida, de actividad seria y de adultos, que se valen de ella para escapar a la inseguridad, a su pánico ante un mundo incomprensible, absurdo y lleno de peligros. Es verdad que sus personajes se divierten jugando, pero muchas veces se trata de diversiones peligrosas, que les dejarán, además de un pasajero olvido de sus circunstancias, algún conocimiento atroz, o la enajenación o la muerte.
En otros casos, el juego cortazariano es un refugio para la sensibilidad y la imaginación, la manera como seres delicados, ingenuos, se defienden contra las aplanadoras sociales o, como escribió en el más travieso de sus libros —Historias de cronopios y defamas— «para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles». Sus juegos con alegatos contra lo prefabricado, las ideas congeladas por el uso y el abuso, los prejuicios y, sobre todo, la solemnidad, bestia negra de Cortázar cuando criticaba la cultura y la idiosincrasia de su país.
Pero hablo del juego y, en verdad, debería usar el plural. Porque en los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página menos pensada. Y no hay duda que es enormemente liberador y refrescante encontrarse de pronto, entre las prestidigitaciones de Cortázar, sin saber cómo, parodiando a las estatuas, repescando palabras del cementerio (los diccionarios académicos) para inflarles vida a soplidos de humor, o saltando entre el cielo y el infierno de la rayuela.
El efecto de Rayuela cuando apareció, en 1963, en el mundo de lengua española, fue sísmico. Removió hasta los cimientos las convicciones o prejuicios que escritores y lectores teníamos sobre los medios y los fines del arte de narrar y extendió las fronteras del género hasta límites impensables. Gracias a Rayuela aprendimos que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola muy bien, y, que, jugando, se podía sondear misteriosos estratos de la vida vedados al conocimiento racional, a la inteligencia lógica, simas de la experiencia a las que nadie puede asomarse sin riesgos graves, como la muerte y la locura. En Rayuela razón y sinrazón, sueño y vigilia, objetividad y subjetividad, historia y fantasía perdían su condición excluyente, sus fronteras se eclipsaban, dejaban de ser antinomias para confundirse en una sola realidad, por la que ciertos seres privilegiados, como la Maga y Oliveira, y los célebres plantados de sus futuros libros, podían discurrir libremente. (Como muchas parejas lectoras de Rajuela, en los sesenta, Patricia y yo empezamos también a hablar en gíglko, a inventar una jerigonza privada y a traducir a sus restallantes vocablos esotéricos nuestros tiernos secretos).
Junto con la noción de juego, la de libertad es imprescindible cuando se habla de Rajuela y de todas las ficciones de Cortázar. Libertad para violentar las normas establecidas de la escritura y la estructura narrativas, para reemplazar el orden convencional del relato por un orden soterrado que tiene el semblante del desorden, para revolucionar el punto de vista del narrador, el tiempo narrativo, la psicología de los personajes, la organización espacial de la historia, su ilación. La tremenda inseguridad que, a lo largo de la novela, va apoderándose de Horacio Oliveira frente al mundo (y confinándolo más y más en un refugio mental) es la sensación que acompaña al lector de Rajuela a medida que se adentra en ese laberinto y se deja ir extraviando por el maquiavélico narrador en los vericuetos y ramificaciones de la anécdota. Nada es allí reconocible y seguro: ni el rumbo, ni los significados, ni los símbolos, ni el suelo que se pisa. ¿Qué me están contando? ¿Por qué no acabo de comprenderlo del todo? ¿Se trata de algo tan misterioso y complejo que es inaprensible o de una monumental tomadura de pelo? Se trata de ambas cosas. En Rajuela y en muchos relatos de Cortázar la burla, la broma y el ilusionismo de salón, como las figuritas de animales que ciertos virtuosos arman con sus manos o las monedas que desaparecen entre los dedos y reaparecen en las orejas o la nariz, están a menudo presentes, pero, a menudo, también, como en esos famosos episodios absurdos de Rajuela que protagonizan la pianista Bertha Trépat, en París, y el del tablón sobre el vacío en el que hace equilibrio Talita, en Buenos Aires, sutilmente se transmutan en una bajada a los sótanos del comportamiento, a sus remotas fuentes irracionales, a un fondo inmutable —mágico, bárbaro, ceremonial— de la experiencia humana, que subyace a la civilización racional y, en ciertas circunstancias, reflota en ella, desbaratándola. (Éste es el tema de algunos de los mejores cuentos de Cortázar, como El ídolo de las cicladas y La noche boca arriba, en los que vemos irrumpir de pronto, en el seno de la vida moderna y sin solución de continuidad, un pasado remoto y feroz de dioses sangrientos que deben ser saciados con víctimas humanas).
Rajuela estimuló las audacias formales en los nuevos escritores hispanoamericanos como pocos libros anteriores o posteriores, pero sería injusto llamarla una novela experimental. Esta calificación despide un tufillo abstracto y pretencioso, sugiere un mundo de probetas, retortas y pizarras con cálculos algebraicos, algo desencarnado, disociado de la vida inmediata, del deseo y el placer. Rajuela rebosa vida por todos sus poros, es una explosión de frescura y movimiento, de exaltación e irreverencia juveniles, una resonante carcajada frente a aquellos escritores que, como solía decir Cortázar, se ponen cuello y corbata para escribir. El escribió siempre en mangas de camisa, con la informalidad y la alegría con que uno se sienta a la mesa a disfrutar de una comida casera o escucha un disco favorito en la intimidad del hogar. Rajuela nos enseñó que la risa no era enemiga de la gravedad y todo lo que de ilusorio y ridículo puede anidar en el afán experimental, cuando se toma demasiado en serio. Así como, en cierta forma el marqués de Sade agotó de antemano todos los posibles excesos de la crueldad sexual, llevándola en sus novelas a extremos irrepetibles, Rajuela constituyó una suerte de apoteosis del juego formal luego de lo cual cualquier novela experimental nacía vieja y repetida. Por eso, como Borges, Cortázar ha tenido incontables imitadores, pero ningún discípulo.
Desescribir la novela, destruir la literatura, quebrar los hábitos al «lector-hembra», desadornar las palabras, escribir mal, etcétera, en lo que insistía tanto el Morelli de Rajuela, son metáforas de algo muy simple: la literatura se asfixia por exceso de convencionalismos y de seriedad. Hay que purgarla de retórica y lugares comunes, devolverle novedad, gracia, insolencia, libertad. El estilo de Cortázar tiene todo eso y sobre todo cuando se distancia de la pomposa prosopopeya taumatúrgica con que su alter ego Morelli pontifica sobre literatura, es decir en sus cuentos, los que, de manera general, son más diáfanos y creativos que sus novelas, aunque no luzcan la vistosa cohetería que aureola a estas últimas.
Los cuentos de Cortázar no son menos ambiciosos ni iconoclastas que sus textos narrativos de aliento. Pero lo que hay en ellos de original y de ruptura suele estar más metabolizado en las historias, rara vez se exhiben con el virtuosismo impúdico con que lo hace en Rajuela, 621 Modelo para armar y Libro de M.anuel, donde el lector tiene a veces la sensación de ser sometido a ciertas pruebas de eficiencia intelectual. Esas novelas son manifiestos revolucionarios, pero la verdadera revolución de Cortázar está en sus cuentos. Más discreta pero más profunda y permanente, porque soliviantó a la naturaleza misma de la ficción, a esa entraña indisociable de forma-fondo, me-dio-fin, arte-técnica que ella se vuelve en los creadores más logrados. En sus cuentos, Cortázar no experimentó: encontró, descubrió, creó algo imperecedero.
Así como el rótulo de escritor experimental le queda corto, sería insuficiente llamarlo escritor fantástico, aunque, sin duda, puestos a jugar a las definiciones, ésta le hubiera gustado más que la primera. Julio amaba la literatura fantástica y la conocía al dedillo y escribió algunos maravillosos relatos de ese sesgo, en los que ocurren hechos extraordinarios, como la imposible mudanza de un hombre en una bestezuela acuática, en Axolotl, pequeña obra maestra, o la voltereta, gracias a la intensificación del entusiasmo, de un concierto baladí en una desmesurada masacre en que un público enfervorizado salta al escenario a devorar al maestro y a los músicos (Las Ménades). Pero también escribió egregios relatos del realismo más ortodoxo. Como la maravilla que es Torito, historia de la decadencia de un boxeador contada por él mismo, que es, en verdad, la historia de su manera de hablar, una fiesta lingüística de gracia, musicalidad y humor, la invención de un estilo con sabor a barrio, a idiosincrasia y mitología de pueblo. O como El perseguidor, narrado desde un sutil pretérito perfecto que se disuelve en el presente del lector, evocando de este modo su-bliminalmente la gradual disolución de Johnny, el jazzman genial cuya alucinada búsqueda del absoluto, a través de la trompeta, llega a nosotros mediante la reducción «realista» (racional y pragmática) que de ella lleva a cabo el crítico y biógrafo de Johnny, el narrador, Bruno.
En verdad, Cortázar era un escritor realista y fantástico al mismo tiempo. El mundo que inventó tiene de inconfundible precisamente ser esa extraña simbiosis, que Roger Caillois consideraba la única con títulos para llamarse fantástica. En su prólogo a la Antología de literatura fantástica que él mismo preparó, Caillois sostuvo que el arte de veras fantástico no nace de la deliberación de su creador sino escurriéndose entre sus intenciones, por obra del azar o de más misteriosas fuerzas. Así, según él, lo fantástico no resulta de una técnica, no es un simulacro literario, sino un imponderable, una realidad que, sin premeditación, sucede de pronto en un texto literario. Recuerdo una larga y apasionada conversación con Cortázar, en un bistró de Mont-parnasse, sobre esta tesis de Caillois, el entusiasmo de Julio con ella y su sorpresa cuando yo le aseguré que aquella teoría me parecía calzar como un anillo a lo que ocurría en sus ficciones.
En el mundo cortazariano la realidad banal comienza insensiblemente a resquebrajarse y a ceder a unas presiones recónditas, que la empujan hacia lo prodigioso, pero sin precipitarla de lleno en él, manteniéndola en una suerte de intermedio, tenso y desconcertante territorio en el que lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse. Éste es el mundo de Las babas del diablo, de Cartas de mamá, de Las armas secretas, de La puerta condenada y de tantos otros cuentos de ambigua solución, que pueden ser igualmente interpretados como realistas o fantásticos, pues lo extraordinario en ellos es, acaso, fantasía de los personajes o, acaso, milagro.
Esta es la famosa ambigüedad que caracteriza a cierta literatura fantástica clásica, ejemplificada en The turn ofthe screw, de Henry James, delicada historia que el maestro de lo incierto se las arregló para contar de tal manera que no haya posibilidad de saber si lo que ocurre en ella realmente ocurre o es alucinación de un personaje. Lo que diferencia a Cortázar de un James, de un Poe, de un Borges o de un Kafka, no es la ambigüedad ni el intelectualismo, que en aquél son propensiones tan frecuentes como en éstos, sino que en las ficciones de Cortázar las más elaboradas y cultas historias nunca se desencarnan y trasladan a lo abstracto, siguen plantadas en lo cotidiano y lo concreto y tienen la vitalidad de un partido de fútbol o una parrillada. Los surrealistas inventaron la expresión «lo maravilloso-cotidiano» para aquella realidad poética, misteriosa, desasida de la contingencia y las leyes científicas, que el poeta puede percibir por debajo de las apariencias, a través del sueño o el delirio, que evocan libros como Le paysan de París, de Aragón o la Nadja de Bretón. Pero creo que a ningún otro escritor de nuestro tiempo define tan bien como a Cortázar, vidente que detectaba lo insólito en lo sólito, lo absurdo en lo lógico, la excepción en la regla y lo prodigioso en lo banal. Nadie dignificó tan literariamente lo previsible, lo convencional y lo pedestre de la vida humana, que, en los juegos malabares de su pluma, denotaban una recóndita ternura o exhibían una faz desmesurada, sublime u horripilante. Al extremo de que, pasadas por sus manos, unas instrucciones para dar cuerda al reloj o para subir una escalera podían ser, a la vez, angustiosos poemas en prosa y carcajeantes textos de patafísica.
La explicación de esa alquimia que funde en las ficciones de Cortázar la fantasía más irreal con la vida jocunda del cuerpo y de la calle, la vida libérrima, sin cortapisas, de la imaginación con la vida restringida del cuerpo y de la historia, es el estilo. Un estilo que maravillosamente finge la oralidad, la soltura fluyente del habla cotidiana, el expresarse espontáneo, sin afeites ni petulancias, del hombre común. Se trata de una ilusión, desde luego, porque, en verdad, el hombre común se expresa con complicaciones, repeticiones y confusiones que serían irresistibles trasladadas a la escritura. La lengua de Cortázar es también una ficción, primorosamente fabricada, un artificio tan eficaz que parecía natural, un habla reproducida de la vida, que manaba al lector directamente de esas bocas y lenguas animadas de los hombres y mujeres de carne y hueso, una lengua tan transparente y llana que se confundía con lo que nombraba, las situaciones, las cosas, los seres, los paisajes, los pensamientos, para mostrarlos mejor, como un discreto resplandor que los iluminaría desde adentro, en su autenticidad y verdad. A ese estilo deben las ficciones de Cortázar su poderosa verosimilitud, el hálito de humanidad que late en todos ellos, aun los más intrincados. La funcionalidad de su estilo es tal, que los mejores textos de Cortázar parecen hablados.
Sin embargo, la limpidez del estilo nos engaña a menudo, haciéndonos creer que el contenido de esas historias es también diáfano, un mundo sin sombras. Se trata de otra prestidigitación. Porque, en verdad, ese mundo está cargado de violencia; el sufrimiento, la angustia, el miedo acosan sin tregua a sus habitantes, los que, a menudo, para escapar a lo insoportable de su condición se refugian (como Horacio Oliveira) en la locura o algo que se le parece mucho. Desde Ra-yuela los locos ocupan un lugar central en la obra de Cortázar. Pero la locura asoma en ella de manera engañosa, sin las acostumbradas reverberaciones de amenaza o tragedia, más bien como un disfuerzo risueño y algo tierno, manifestación de la absurdidad esencial que anida en el mundo detrás de sus máscaras de racionalidad y sensatez. Los plantados de Cortázar son entrañables y casi siempre benignos, seres obsesionados con disparatados proyectos lingüísticos, literarios, sociales, políticos, éticos, para—como Ceferino Pérez— reordenar y re-clasificar la existencia de acuerdo a delirantes nomenclaturas. Entre los resquicios de sus extravagancias, siempre dejan entrever algo que los redime y justifica: una insatisfacción con lo existente, una confusa búsqueda de otra vida, más imprevisible y poética (a veces pesadillez-ca) que aquella en la que estamos confinados. Algo niños, algo soñadores, algo bromistas, algo actores, los plantados de Cortázar lucen una indefensión y una suerte de integridad moral que, a la vez que despiertan una inexplicable solidaridad de nuestra parte, nos hacen sentir acusados.
Juego, locura, poesía, humor, se alian como mezclas alquí-micas, en esas misceláneas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último round'y el testimonio de ese disparatado peregrinaje final por una autopista francesa, Los autonautas de la cosmopista en los que volcó sus aficiones, manías, obsesiones, simpatías y fobias con un alegre impudor de adolescente. Estos tres libros son otros tantos jalones de una autobiografía espiritual y parecen marcar una continuidad en la vida y la obra de Cortázar, en su manera de concebir y practicar la literatura, como un permanente disfuerzo, como una jocosa irreverencia. Pero se trata también de un espejismo. Porque, a finales de los sesenta, Cortázar protagonizó una de esas transformaciones que, como lo diría él, sólo-ocurren-en-la-literatura. También en esto fue Julio un imprevisible cronopio.
El cambio de Cortázar, el más extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutación que muchas veces se me ocurrió comparar con la que experimenta el narrador de Axolotl, ocurrió, según la versión oficial —que él mismo consagró— en el Mayo francés del 68. Se le vio entonces, en esos días tumultuosos, en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes que querían llevar «la imaginación al poder». Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis que le faltaba vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifiestos y el habituéde congresos revolucionarios que fue hasta su muerte.
En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo —un modus vivendi y una manera de escalar posiciones en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua española—, esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total. Su vida se organizó en función de ella, y se volvió pública, casi promiscua, y buena parte de su obra se dispersó en la circunstancia y en la actualidad, hasta parecer escrita por otra persona, muy distinta de aquella que, antes, percibía la política como algo lejano y con irónico desdén. (Recuerdo la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: «Me abstengo —bromeó—. Es demasiado político para mí»). Como en la primera, aunque de una manera distinta, en esta segunda etapa de su vida dio más de lo que recibió, y aunque creo que se equivocó muchas veces —como aquella en que afirmó que todos los crímenes del estalinismo eran un mero ac-ctdent deparcours del comunismo—, incluso en esas equivocaciones había tan manifiesta inocencia e ingenuidad que era difícil perderle el respeto. Yo no se lo perdí nunca, ni tampoco el cariño y la amistad, que —aunque a la distancia— sobrevivieron a todas nuestras discrepancias políticas.
Pero el cambio de Julio fue mucho más profundo y abarcador que el de la acción política. Yo estoy seguro de que empezó un año antes del 68, al separarse de Aurora. En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando juntos como traductores. Pasábamos la mañana y la tarde sentados a la misma mesa, en la sala de conferencias del Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la Acrópolis, donde infaliblemente íbamos a cenar. Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos, y, en un fin de semana, la islita de Hydra. Cuando regresé a Londres, le dije a Patricia: «La pareja perfecta existe. Aurora y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio feliz». Pocos días después recibí carta de Julio anunciándome su separación. Creo que nunca me he sentido tan despistado.
La próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas. Había siempre en él esa simpatía cálida, esa falta total de la pretensión y de las poses que casi inevitablemente vuelven insoportables a los escritores de éxito a partir de los cincuenta años, e incluso cabía decir que se había vuelto más fresco y juvenil, pero me costaba trabajo relacionarlo con el de antes. Todas las veces que lo vi después —en Barcelona, en Cuba, en Londres o en París, en congresos o mesas redondas, en reuniones sociales o conspiratorias— me quedé cada vez más perplejo que la vez anterior: ¿era él? ¿Era Julio Cortázar? Desde luego que lo era, pero como el gu-sanito que se volvió mariposa o el faquir del cuento que luego de soñar con maharajás, abrió los ojos y estaba sentado en un trono, rodeado de cortesanos que le rendían pleitesía.
Este otro Julio Cortázar, me parece, fue menos personal y creador como escritor que el primigenio. Pero tengo la sospecha de que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven, exaltado, dispuesto.
Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo la impertinencia de preguntárselo. Ni siquiera hablamos mucho de Julio, en estos días calientes del verano de Deyá, aunque él está siempre allí, detrás de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los cipreses, las buganvillas, los limoneros y las hortensias, tiene el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un inmenso placer sentir, en la pequeña terraza junto a la quebrada, la decadencia del día, la brisa del anochecer, y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores. El sonido sale, pues, de ese cartel del fondo de la sala, donde un chiquillo larguirucho y lampiño, con el pelo cortado a lo alemán y una camisita de mangas cortas —el Julio Cortázar que yo conocí— juega a su juego favorito.


Noviembre de 1992
MARIO VARGAS LLOSA