14/2/08

Otras Inquisiciones

Otras inquisiciones es el libro que mejor revela las preferencias de Jorge Luis Borges. Las relecturas de Pascal, Coleridge, Quevedo, Hawthorne, Wilde, Kafka, y de muchos otros escritores, manifiestan su pasión de lector y sorprenden por su original percepción de la realidad. Penetrador de laberintos, Borges incursiona en diversos episodios de la historia de la civilización, en las filosofías y las literaturas. Con espíritu crítico analiza las múltiples paradojas del universo, la irrealidad del yo, la inconsistencia del tiempo, la naturaleza de los sueños. El éxito que este volumen de ensayos ha tenido y tiene en el extranjero lo señala como la expresión más acabada del pensamiento borgeano. (Ed. Emecé)
La muralla y los libros
La esfera de Pascal
La flor de Coleridge
El sueño de Coleridge
El tiempo y J. W. Dunne
La Creación y P. H. Gosse
Las alarmas del doctor Américo Castro
Nuestro pobre individualismo
Quevedo
Magias parciales del Quijote
Nathaniel Hawthorne
Valéry como símbolo
El enigma de Edward Fitzgerald
Sobre Oscar Wilde
Sobre Chesterton
El primer Wells
El "Biathanatos"
Pascal

El idioma analítico de John Wilkins
Kafka y sus precursores
Del culto de los libros
El ruiseñor de Keats
El espejo de los enigmas
Dos libros
Anotación al 23 de agosto de 1944
Sobre el "Vathek" de William Beckford
Sobre "The Purple Land"
De alguien a nadie
Formas de una leyenda
De las alegorías a las novelas
Nota sobre (hacia) Bernard Shaw
Historia de los ecos de un nombre
El pudor de la historia
Nueva refutación del tiempo
Sobre los clásicos
Epílogo




DE ALGUIEN A NADIE


En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio hizo los Dioses el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool ofthe day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee Arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: «propiedad es de la lengua hebrea -dice Fray Luis de León- doblar ansí unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos». En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de El, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: «Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido». Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandes, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena o sea Irlandés. Este formula una doctrina de índole pan teísta: las cosas particulares son teof anías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, «pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia». No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex mhilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nada; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios.
El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on ibis side Idolatry; Dryden lo declara el Hornero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. «La persona Shakespeare -escribe- fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.» Hazlitt corrobora o confirma: «Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. Intimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser.» Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almacigo de formas posibles.1
Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no seres más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: «Desde ahora no tengo reino o mi reino es limitado, desde ahora no me pertence mi cuerpo o me pertenece toda la tierra.» Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página.

1. En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.


Buenos Aires, 1950.

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