En la página ochenta y ocho de las Obras Completas (la editorial sigue siendo un misterio) Borges nos cuenta: “... y en el Fedro –Platón[1]-, narró una fábula egipcia contra la escritura ( cuyo hábito hace que la gente descuide del ejercicio de la memoria y dependa de los símbolos), y dijo que los libros son como las figuras pintada, <que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que se les hacen>. Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: <Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda>. Y en el mismo tratado: < Escribir en un libro todas las cosas es dejar la espada en manos de un niño>. Ya decía El propio Jorge Luis, que se publica para no seguir corrigiendo.
Al principio de la elocución Borges no nos deja sin cultura al decir en palabras de Mallarmé que el mundo existe para llegar a un libro. Es decir que podemos justificar, junto al poeta, el fenómeno estético de los males. Pensemos: ¡no existiría Crimen y Castigo si el mal no existiera. Dostoievski ya justifica el asesinato, al menos, como hecho estético.
El libro no es otra cosa que el modo de no pasar al acto. Escribo para no asesinar o para no suicidarme, casi lo mismo: suicidarse es matar a todos. El mismo Goethe, se enfureció sobremanera cuando se enteró que muchos de los lectores de Memorias del joven Werther se suicidaron junto al protagonista. Confesó que él mismo no se suicidó porque lo escribió. Es decir, el que se suicida al terminar de leer la novela no entiende no sólo el hecho estético, que en sí no es bueno ni malo, sino tampoco los artilugios de la literatura. Los dioses han querido que existan los males, no tanto por malhumorados (quién no ha de malhumorarse al saberse inmortal en este mundo que nos lleva a la muerte) sino más bien para que se traduzcan, VG. en Guerra y Paz.
Después de este comienzo, que más que una introducción es un telegrama, comenzamos:
No es del todo desacertado pensar que los destinatarios de los libros siguen siendo los mismos. El objetivo de alguien que quiere ser lector es, al menos, comprarse un libro digno. Y digo digno no tanto por su contenido más bien que por su continente. Por ejemplo, no podemos concebir un libro con hojas pegadas. La cola se seca al poco tiempo y abrir un libro no es ya abrir un libro sino abrir un block de hojas. La hojas salen desnudas por el aire y van volando por los vientos nocturnos (si uno lee de noche, si esto no es así, cambien vientos nocturnos por vientos diurnos). Cada vuelta de página es, en realidad, una pérdida de página. Cada lectura un block perdido. Pero sabemos muy bien que estas ediciones son más baratas de fabricar, aquí no se cuestiona eso. Lo que se cuestiona es que me están cobrando un libro con hojas pegadas, por lo cual también sin pliegue[2], como una edición de lujo. Y no se habla de libros extranjeros, donde estaría más justificado el asunto, se habla de libros de imprenta argentina. ¿No será, acaso, que los editores juegan con el target, es decir, con que los destinatarios de los libros son gente con un nivel económico pudiente?
Amigos, los lectores siguen siendo los mismos. Destinados a la clase pudiente, los libros continúan estando, aunque en menor medida, preservados para un grupo elitista. La feria del libro sigue siendo el monasterio y siguen entrando los mismos monjes. Se me dirá que esto pasa en América Latina, no en Europa. No digo que no. Se me dirá también que hay ediciones baratas de los clásicos. Pero estamos en la misma. Si son clásicos querré consultarlos gran parte de mi vida y para ello necesito una calidad digna, al menos con hojas cosidas.
Queremos que salga la ley de obesidad (recemos, necesito estar flaco) y aumentar la calidad del servicio de trenes. También queremos que los cigarrillos estén más baratos y que los taxistas griten menos. Que los colectiveros nos paren cerca y no nos lleven a las andadas. Pero gritemos de una vez por todas que no queremos que desde la editoriales se abusen con los precios. Que preferimos menos lujo en las grandes librerías y más lujo en los libros. Que queremos gente que piense, que lea, que estudie y menos cartoneros. Y digamos, y esto es importante, que la fotocopia del libro es ilegal y deja sin trabajo al editor, al corrector, al impresor, al autor, al seleccionador, al vendedor de las cadenas, a la cajera y a los dueños de las cadenas y a los dueños de los puestitos del Parque Rivadavia y, para colmo, se terminan perdiendo en los cajones o terminan como combustible en el asado del domingo. Tengamos más bibliotecas y menos celulares. Pensemos que desde que el hombre es hombre quiso comunicarse (homo loquens, dirá Heidegger) por escrito (arte rupestre), pero vivió muchos años sin celulares. Y lo digo yo, que amo los celulares con camarita y mp3.
Por último: leamos, leamos, leamos. El Ser complejo goza más. Una ameba simplemente se parte en dos. El que razona se pregunta y el que se pregunta goza, aún cuando no encuentra respuesta.
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